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domingo, julio 20, 2008

La Costumbre


Se acerca a mi lado, mientras me dispongo a encender un cigarrillo y salir del edificio. Caminamos algunas cuadras en silencio, en las cuales muchos automóviles nos pasan por el lado. Ambas caminamos con la mirada distante, distraídas, tratando de eludir el momento que sabemos nos espera a solo algunos pasos más allá. Mientras avanzamos, siento el roce de su mano junto a la mía, y el incansable afán de mantenerlas lo más cercanas posible, y a la vez que equilibramos perfectamente el anonimato de nuestro encuentro, nos concedemos el gusto de regalarnos, permitirnos tanto así; de pasearnos a vista y paciencia de todo el mundo.

Trato de encontrar el lugar perfecto, que en esos instante podría ser cualquiera, ya que su sola presencia hacia del acto de caminar el más perfecto de todos. Busco sin descanso, mientras ella –aburrida ya del silencio entre nosotras- habla acerca de las miles de veces que rió y lloró al caminar nuevamente por el asfalto, que ahora brillaba encendido por el destello agonizante de la puesta de sol; mas la titilante salinidad del mar, que asomaba sus ojos curiosos de vez en cuando entre cada arremetida de sus olas contra el paredón, para convertirse así en uno de los testigos de nuestra escapada.

Por algunos segundos, me olvido de todo lo erróneo del asunto, de la extraña manera en cómo fuimos a dar a ese lugar, en ese día en que ninguna de las dos esperaba tal iniciativa por parte de la otra. Mi mente se deshace en un montón de ideas, olores y pensamientos, lugares en los que la he visto pasar, a la vez que presto atención a lo que me está contando. La miro de reojo, y me parece extraño tenerla a mi lado, confesando su nerviosismo y su inseguridad, minutos después de haber aceptado mi invitación: “¿Qué podría salir mal?”, me explica mientras mi mente trata de responder a su pregunta con los peores desenlaces imaginables. ¿A qué le temo? Pues, a mi misma, a la manera en que me comporto al ser tan egoísta, al pensar solo en mi, y en querer tenerla solo para mi.

Dicen que la venganza es dulce, y que lo sería más aún si no fuese por el remordimiento de conciencia. Lamentablemente hoy no hay cabida para la dulzura ni la conciencia, pues lo que está por venir no tendrá ningún atisbo de belleza, ni presentará rasgo alguno de cordura. Todo se transforma en un montón de incoherencias y contraposiciones. Todo lo que en este momento debería ser dulce, se ha convertido en momentánea salinidad, mezclada con el aire que ahora respiramos con calma, mientras nos sentamos.

Estamos en una plaza, sentadas en los columpios, que antaño otorgaron alegrías a muchos, mas ahora –con el paso del tiempo- parecen expeler cierto aire nostálgico, como si faltaran entes con verdadera alegría en sus cuerpos, para infundirlo en los ya olvidados juegos de esa plaza. El oxido de las cadenas y el rechinar en su oscilación, me traen a la mente la imagen de mi hermana tomándome la mano, mientras nos acercábamos a los juegos; ella, con su actitud protectora, tratando de conseguir que la niña que ocupaba el columpio desistiera y me lo cediese. El deseo de tener a mi hermana conmigo en ese momento, me trae de vuelta a la realidad: estoy en esto sola, y esta vez, no habrá hermana, ni nadie para ayudarme.

Un aire cálido -que hace nuestro encuentro un tanto más acogedor- nos rodea, haciendo que cada planta y ser que nos acoge en esa plaza súbitamente adquiera vida. Toda la belleza del momento me sobrecoge, para poder apreciar el verdadero sentido de este momento: la soledad de ambas, juntas por primera vez.

Nos miramos tímidamente, como probando el terreno, analizando con detenimiento cada gesto y expresión que cada una emite. Es casi una competencia no declarada, en la que ambas mostramos nuestro mejor léxico, y sacamos a relucir lo mejor de nosotras. Las palabras y gestos de elogio quedan suspendidas en el aire, esperando ser atrapadas en el momento preciso, antes que pierdan su efecto. En ese momento, puedo ver que ella es una buena rival, alguien que disfruta tanto como yo de una grata conversación, de la sinceridad que fluye entre nosotras, y que entiende el valor del silencio.

Hablamos. Durante mucho tiempo dejamos que nuestro nerviosismo se envanezca por medio de las palabras, dejándonos llevar por la facilidad con que estas surten efecto. Ambas sabiéndonos, desde antes de vernos, que nuestro encuentro tendría el fin único de conocernos un poco más, de dejar salir todo lo que no es visto por muchos. Y aunque ambas sabemos que no es prudente mostrarlo todo a primera instancia, dejamos translucir lo que más nos encanta de cada una, pues ambas nos sabemos dueñas de dones irrepetibles. Mal que mal, todo esto es un juego, en el que sale más beneficiada la que mejor se vende. Yo sé el motivo de mi interés, y creo haberlo planeado hace mucho tiempo atrás, de manera inconciente: desilusionarme, así de simple. Sé que la manera más inmediata de alejar de mi cabeza a alguien es por medio de la separación de lo racional con lo emocional, y yo –como buena mujer troglodita- me sé incapaz de compatibilizar ambas cosas en mi vida. En mi mente está la idea, el concepto de la mujer inalcanzable, insegura, que no sabe dónde ir ni con quién estar, y que constantemente necesita que le reafirmen sus virtudes: esa es ella. Y es aquí donde entre en juego mi complejo de Juana de Arco. Yo, como la valiente y todopoderosa mujer que me sé y me siento –alimentada, claro está, por la vanidad y el ego exacerbado de los halagos recibidos- me siento en deber de rescatar a esta “pobre damisela” de las garras de su captora, de hacerle ver que de continuar su amorío con semejante engendro, solo logrará aniquilar cada día más su ya maltrecho corazón. Eso es lo que veo en ella… o lo que ella me ha vendido.

En mi cabeza repito cual mantra que todo esto es nada más que un juego, al cual ambas aceptamos la invitación y nos decidimos a participar. Ella tiene sus ideas e intenciones, las cuales deja entrever cada cierto tiempo, así como yo tengo las mías; así como también guardo mis miedos.

“¿A qué le temes?”- Vuelve a preguntarme, como si ella no lo supiese desde el primer momento en que le deje ver mis intenciones. Al intentar esgrimir alguna respuesta, mi mutismo severo arremete, y me deja en el peor de los lugares en los que podría encontrarme: a su merced. Alrededor nuestro todo continúa como si nada hubiese pasado, como si nada en mi interior se hubiese despedazado incontables veces tratando de encontrarle alguna respuesta, alguna solución a este extraño ahogo que siento, que me impide hablar. Miro alrededor, intentando encontrar alguna salida fácil y rápida a esta situación. Todo esto me hace sentir un vacío tremendo, como si todo en mi interior hubiese decidido de un momento a otro abandonar mis entrañas, para dejarme en esta vacua situación. Me desespero, y me ahogo en mis propios pensamientos y excusas; tonterías que alguna vez pensé utilizar como respuestas, cosas que le escribí pensando que, de alguna forma, hallaría el momento preciso para usarlas. De pronto siento como si la leve luz que alguna vez sentí me iluminaba con claridad mental, de pronto se hubiese apagado. Al volver a la realidad de nuestro encuentro, me doy cuenta que he pasado demasiado tiempo ensimismada; el sol se ha ido, y ella me insta a que continuemos nuestra marcha.

Mientras caminamos por el Paseo del Mar, el jugueteo de sus manos se hace cada vez más intenso, como diciéndome que el interés persiste, que las ganas de tocarme siguen siendo las mismas; que pueden llegar a ser más intensa aún. No sé bien que hacer entre los momentos en que ella me regala su contacto, esa cercanía, que me parece de cierta manera real, y que ala vez tiene algo de ficticio, como si fuese un interés creado. Todo parece detenerse, hacerse mas oscuro y difuminado cuando finalmente nos tomamos de la mano para dar algunos pasos tímidos y cautos. La miro, y veo en ella esa misma duda que nos hostiga y persigue en cada momento: no tener claro qué estamos haciendo.

“La costumbre”- Le digo, sin previo aviso, como intentando que me entienda, como si pudiese seguir el hilo de mis miles de pensamientos dando vueltas. Ella me mira, en espera de una respuesta y yo intento explicarle que es a la costumbre a lo que mas le temo. Se para al frente mío y me sonríe, pues ella comparte ese mismo miedo, me mira con compasión y empatía, pues sabe lo que es extrañar lo que una vez fue poseído. Y en ese instante, todas mis dudas desaparecen, disipándose de mi mente, cual nube en medio de los rayos del sol. Todo parece tener sentido ahora. Ya puedo decir que sé a qué es a lo que vine en estos momentos: a alejar la costumbre de extrañar mi antigua relación.

En esos pocos segundos, antes que ella se acercara con tanta familiaridad, entendí el propósito de nuestro encuentro. Tal sacrificio sería beneficioso al final de la jornada, pues todo intento de salvar lo que quiero es válido. Ella me respira en el cuello, besándolo a manera de inspección, sintiendo y saboreando cada centímetro de mi piel. La sensación que provoca en mi es extraña, es todo aquello de lo cual vengo escapando. Al sentir mi tensión, ella se detiene y busca encontrar en mi algún aliciente que le devuelva la intención de continuar.

“¿Te ha pasado alguna vez eso de un déjà vu?”- Su mirada se pierde entre recuerdos e incertidumbre. Al parecer mi pregunta la ha dejado en el vacío. “Por favor, no creas que te digo esto a modo de excusa, es solo que, hace algunos instantes atrás, mientras me besabas, sentí la extraña sensación de haberlo vivido antes…como si ya hubiésemos estado paradas aquí”- Por su reacción parece que la asusté, y no tengo claro si fue por mi inadecuada interrupción del beso, o por mi abrupto cambio de humor. De todas maneras, ya da lo mismo, pues ella toma mi mano, la aprieta fuerte contra su pecho, me regala una sonrisa insegura y me responde con algo que no me esperaba – “¿Sientes eso, aquí entre tus manos? Aunque no lo creas, ese palpitar ya lo había sentido antes, y en realidad no me asusta”.

No hay venganza, ni tampoco es una excusa para dejar los recuerdos atrás. Ahora solo hay calma y un silencio interior que me llena, que se acurruca y me adormece noche a noche. Ella ya es parte cotidiana de mi vida, así como alguna vez lo fue el miedo, mas ahora la siento más cercana y menos ajena a mí; me ronda todos los días. Ahora ya no me alejo ni corro a buscar protección ni olvido en otras personas, pues aprendí a convivir con ella, hicimos las paces y nos fundimos en una mezcla extraña entre el desamor y la costumbre. La soledad y yo ahora somos una.



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